de Sigmund Freud
[Sobre la Parte III]
El texto que nos presenta Freud, escrito en su ultimo año de vida, se propone analizar aquello de caracteriza el surgimiento de la religión monoteísta, desde luego, en el pueblo judío. Para lo cual intentará mostrarnos aquellas características privativas de los judíos que puedan explicar esta génesis.
Tal y como señala el subtítulo añadido a esta “segunda parte”, lo que vendrá será una serie de ideas que vuelven sobre lo ya tratado en la parte primera, pero con el añadido de ciertas consideraciones acerca del propio origen del texto, y por tanto, del origen peculiar del pueblo judío. Para ello, debemos transportarnos a 1945 y dirigir nuestra atención a los estragos de la Segunda Guerra Mundial, del Holocausto. El rechazo a los judíos –aparte del ensañamiento– promovido por el nazismo no es una novedad del pueblo alemán, un rechazo similar habría surgido en pueblos con los que convivieron antes (como los griegos, o los romanos). Sería una reacción común a una peculiaridad del pueblo judío.
Este rasgo peculiar sería la opinión exaltada del pueblo judío sobre sí mismos: el sentirse por encima de otros pueblos. Rasgo que se sustenta en una actitud frente a la vida que obtenida del saberse el pueblo elegido por Dios: los anima una confianza en la vida, como la que la confiere la posesión de un bien precioso, una especie de optimismo que los piadosos llamarían confianza en Dios. Las reacciones de otros pueblos habrían sido una constatación de este rasgo.
Se trata entonces de hallar el enlace entre este sentimiento de orgullo y la creencia en el Dios judío. Freud ubicará en Moisés la voluntad que opera este vínculo, haciendo de los judíos el pueblo que conocemos. Moisés les habría dado, mediante la institución de un credo religioso, las bases de su autoestima.
Freud trata en breves secciones distintos aspectos de su exposición: el gran hombre, el progreso de la espiritualidad, la renuncia instintual, la verdad de la religión, el retorno de lo reprimido, la verdad histórica y el desarrollo histórico. En lo siguiente intentaremos recoger los conceptos que nos parecen centrales sin seccionar la exposición y haciendo las conexiones que creemos pertinentes. Empezaremos con el gran hombre.
Definir al Gran Hombre no será la tarea de Freud, sino identificar aquello por lo que llamamos comúnmente a un individuo un “gran hombre”. Que será la capacidad de este gran hombre de modificar su tiempo, de influir en sus semejantes. Añadirá Freud que la potencia de este gran hombre, la explicación de su autoridad e influencia sobre la masa proviene de la autoridad del padre.
Pero esta apropiación de la autoridad del padre viene con otro fenómeno que es el del “progreso de la espiritualidad”. El mandato primordial del judaísmo dado por este gran hombre (Moisés) es la prohibición de la representación del Dios. Fundamental diferenciación con los dioses de otros pueblos. El dios de los judíos es uno que no se puede ver. Con ello se relaciona las primeras nociones de la espiritualidad: el espíritu es aquello que no puede verse pero sí ser oído, es viento, un hálito.
La prohibición de la representación traería como consecuencia el tránsito a la espiritualidad. Y este tránsito está asociado a dos procesos: 1) el privilegio de los actos intelectuales (espirituales) por encima de lo sensorial, y la represión, en consecuencia, de lo sensorial y de los instintos; y 2) el paso del orden matriarcal al orden patriarcal. Es decir, es imposible pensar este fenómeno sin pensar en estas dos consecuencias. Pero trae también una tercera que podemos articular como el rechazo a la magia como una forma de relacionarse con el mundo.
El privilegio de los actos intelectuales presupone la idea de que el pensamiento influye de algún modo sobre el mundo, o también el lenguaje: el nombrar o invocar un nombre tendría cierto poder sobre la naturaleza. Pero es este una dominación distinta a la de la magia, menos directa y que no pasa por la percepción sensorial. Con ello tenemos el primer despertar de lo humano (de la cultura, como diríamos también).
De otro lado, el paso al orden patriarcal presupone un reconocimiento abstracto (el del padre) distinto al reconocimiento inmediato y sensible (el de la madre) de la autoridad. A ello debemos añadir que la ley y la ética para la religión judía es indesligable de la represión de los instintos. Una represión que no proviene de otro impulso instintivo sino de un orden distinto.
La pregunta que se desliza aquí es: si es este el centro de la fe judía, cómo podría ser el fundamento para un sentimiento como el orgullo. Es decir, cómo esta represión –con su cuota de displacer– configura un sentimiento placentero como la autoestima del pueblo judío. Freud salva esta paradoja remitiéndonos a la instancia del superyó. En la teoría freudiana el ello es la instancia en que se concentran impulsos instintivos (sexuales) a los que el yo se enfrenta dándoles alguna vía. Ante la satisfacción de un impulso seguiría una sensación de placer. Al enfrentarse a demandas externas, lo que llama principio de realidad, el yo procurará reprimir estos impulsos, o bien sea por procurar su subsistencia ante una amenaza. Así la economía del placer se juega en estos dos frentes. Sin embargo, el yo no siempre reprime en función a exigencias exteriores, sino que en algunos casos estos son requerimientos internos. A esta instancia reguladora y represora interna la llama Freud superyó. El superyó es donde el sujeto ha interiorizado la ley como suya y por ello el obedecerla procura para el yo recompensas positivas y no solo displacer. Pero a dinámica de estas regulaciones tiene como origen la ley del padre o de los padres, que en algún momento se impusieron al niño con sus cuotas de recompensas positivas y negativas. El yo por “agradar” al superyó reprime impulsos, como el niño por procurar el amor de los padres. Y es este mismo el origen del sentimiento de orgullo: el sentirse amado por el padre, o ser el preferido por la figura de autoridad.
De la misma manera detrás de todo aquello denominado “sagrado”, Freud hallará la prohibición. Lo sagrado es, a todas luces, algo que no debe ser tocado. Pero una prohibición que no tiene un sustento racional, un ejemplo de ello se encuentra en el rechazo al incesto que no siempre se sostuvo. No hay nada en ello mismo que nos haga sancionarlo, que sustente el horror ante el incesto. Este no tendría otro fundamento que la voluntad del padre perpetuada luego de su desaparición. Voluntad en la que no solo hay algo de intocable (sagrado) sino de abyecto, de execrable. El horror de la autoridad paterna se manifiesta en la imagen de la castración, lo que en la tradición judía ha aparecido como circuncisión (sustituto simbólico de la primera, para Freud).
Así, la religión mosaica explicaría el carácter judío pues: a) permitió al pueblo participar de la grandeza que ostentaba su nueva representación de Dios, 2) afirmó que este pueblo sería el elegido de ese Dios excelso, quien lo habría destinado a recibir las pruebas de si particular favor, 3) impuso al pueblo un progreso en a espiritualidad que, harto importante de por sí, le abrió además el camino hacia la valoración del trabajo intelectual y a nuevas renuncias instintuales.
Finalmente, esto no se explica sin incluir el devenir de la tradición judía. Dirá Freud que ella toma la misma forma que lo reprimido en una neurosis. Es decir aquello que fue reprimido en un momento, luego de haber tenido un lugar (quizá en un momento pre-consciente), regresa al yo pero siempre de un modo distinto, deformado. Y abre así otra vía de ser satisfecha, logrando solo una satisfacción sustitutiva, que se manifiesta como síntoma. La religión de Moisés queda en ese lugar en la piscología del pueblo judío, como parte de una tradición que siempre retorna, y solo así logra configurar su futuro. En esa medida la religión monoteísta es una verdad histórica.
Es decir, el personaje al que se atribuye las características de la divinidad judía, es un personaje común en la memoria de los seres humanos, que ocupa quizá el lugar de la figura mítica que se describre en Totem y Tabú, la del padre que da origen a la comunidad, convirtiéndose en totémico. Esta idea de un Dios grande y único es una verdad de la misma manera que las primeras inscripciones en el individuo lo son: determinan su propia historia futura.